Procesa tus emociones en la presencia de Dios. Él entiende, no avergüenza.
Para mi ser extenuado…
A veces soy muy dura
conmigo misma. Sacrifico mi esencia en el altar de mis propias expectativas,
exigiéndome más, mucho más de lo que puedo sostener.
¿A quién trato de
impresionar? ¿Con quién pretendo quedar bien?
Cuelo una taza de
café e invito estas dos preguntas a una charla honesta. Respiro. Le doy la
bienvenida al silencio, y un nudo en la garanta me indica que toqué fondo —emocionalmente
agotada, con un bullicio interno renuente al orden y a la calma.
“Discúlpame”, digo
con voz temblorosa y entrecortada, me regalo dulcemente un abrazo, y entre
lágrimas y palabras de afirmación recuerdo que, para poder amar a los demás
desde la belleza de mi esencia, primero debo elegir amarme a mí misma desde la
empatía y la compasión —honrando mis limites, respetando mi tiempo de descanso,
celebrando el arte de ser yo misma, ignorando esas narrativas que me roban la
paz.
Acepto la invitación
del silencio. Escucho detenidamente el lamento de mis emociones. Las identifico
por nombre, para entenderlas y relacionarme mejor con ellas.
Siento lo que siento,
sin juzgarme. Con amor y respeto, como lo hago con mi mejor amiga. Me
estoy conociendo. Estoy sanando, estoy creciendo.
Amor y gracia,
Sandy